Me despierto. Ni pesadillas. Ni sudor frío. Ni esas otras cosas que ocurren en las películas. Eso sí. Es madrugada y hace un silencio que pela. No tengo miedo, sólo sed y pensamientos.
La última vez que me desperté así, mi cabeza (que es algo parecido a una lavadora de octava generación) estaba acabando de centrifugar. Hoy no. Hoy, las ideas y las palabras restan húmedas y limpias en mi hemisferio más inofensivo.
Cierro los ojos. Las seco y las tiendo. Por la mañana desteñirán café y, con un poco de suerte, podré acariciarlas como se acaricia a los muertos.
Bebo agua. Respiro. Y con la misma inercia que da la inercia, me acuesto. Doblo las rodillas, las acerco al pecho y entre vacíos y huecos, con el disfraz de mi propio abrazo, me duermo.
martes, 23 de noviembre de 2010
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