martes, 8 de junio de 2010

La mentira desnuda (Cap.1)

(Fragmento)

Mi padre presumía de ser un intelectual fortuito. Intelectual, por la fascinación que le unía a todo lo que contenía letras, notas musicales e imágenes. Y fortuito, porque su sabiduría era una consecuencia directa de su aburrimiento durante el paso por la Facultad de filosofía. Mi madre podría haber sido cualquiera de aquellas chicas burguesas a las que mi padre acostumbrada a seducir en el bar durante no más de media hora de conversación. Cualquiera que hubiese conseguido no menguar sus ideales con palabras convencionales, tales como “noviazgo”, “compromiso”, “ajuar” y “convivir”. Pero no. Mi madre apareció después, en ese justo momento en el que aparecen las cosas que más se necesitan, y ambos empezaron a construir conjuntos vacíos de necesidades comunes.

A mi madre no le interesaba nada de lo que mi padre veneraba. Solía sacar el polvo que se acumulaba en sus libros, eso sí. Pero poco más. Por el resto, era ajena a sus intereses literarios, a sus gustos musicales y a todo aquello que se podía digerir con el cerebro. Mi madre era de estómago. Engullía cualquier cosa que pudiera masticarse, y no sólo me refiero a los alimentos. Tragarse el dolor apretando los dientes era su especialidad. Saboreaba los sentimientos amargos como si pudiera sentir cada uno de sus ingredientes en la boca del paladar. Y luego tragaba saliva. Despacio. A consciencia.

Si mis padres se casaron fue porque mi abuela paterna (adicta a la droga católica) no podía tolerar que el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo la dejaran sin fe y con el “mono” de la vida eterna. Las cosas estaban claras. O sí o sí y como Dios manda. Y no hubo mucho más que discutir. Mi padre aceptó esperar junto al altar a la que ya era su mujer mientras mi abuela se santiguaba y mi abuelo sobrevivía a la soledad de su propia condena.

Mi hermano nació a finales de noviembre. Inicialmente tuvo más suerte que yo. La escasa lógica de mi padre hizo bien su trabajo y mi hermano fue bautizado con el nombre de Mario. Mario era un regalo para mi madre y un dolor de cabeza (diagnosticado como migraña) para mi padre. Lloraba. Lloraba. Lloraba. Y así unas 8 veces cada noche. Me contaban que mi padre, en un acto de adulto irreflexivo, se acercaba a su cuna y le preguntaba “por qué”, mientras mi hermano lo miraba perplejo y lloraba, lloraba y lloraba.

El niño creció con la incomprensión de mi padre en la retina. Mi padre lo miraba como el policía que observa al sospechoso, de reojo pero sin perderle la pista ni un segundo. Para él era una amenaza, un cartel de “no tocar”. Porque mi hermano (además de hiperactivo y ansioso) era travieso, inconsciente, ingenioso, extrovertido y tremendamente simpático. Ni reflexivo ni paciente. E inútilmente sutil.

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