sábado, 29 de mayo de 2010

La mentira desnuda

(Cap. 1.- fragmento)

“Tu nombre será de piel” – vaticinó mi padre en un alarde de misticismo cursi.

Y me llamaron Nua.

Algunos padres (como el mío) deberían comprender que un nombre es mucho más que una denominación. De hecho, algunos padres (como el mío) deberían ser conscientes de las consecuencias que implican ciertos caprichos y dejarse aconsejar por el criterio de esa madre que, meses antes de parir, hizo una lista de nombres comunes y fáciles. Porque para complejidades ya están las de la propia vida.

Empezando por lo básico. Si a tu hija la llamas “Nua” tienes el 80% de probabilidades de que todo el que se cruce por su camino le pregunte (por lo menos una vez) qué significa y de dónde viene el dichoso nombre, lo que conllevará un desgaste considerable para la criatura en todas y cada una de sus fases de crecimiento social.

A eso hay que añadirle la connotación local del nombre. “Nua” en catalán significa “Desnuda” (sin ropa) y en castellano no significa nada, lo que te condena directamente a rodearte de personas que vivan en la ignorancia idiomática, por aquello de evitar el rubor de “Nua” (o sea, el mío) y poder culpar a tu padre (o sea, al mío) de haberse equivocado unas cuantas veces en la vida.

Sí.
Mi padre podría haber sido un “equivocador profesional”. Si tengo en cuenta todas las veces que dijo lo que no quería decir e hizo lo que no había dicho que haría, me sale un número alto y con decimales. Engañar, lo que se dice engañar, no engañaba. Era transparente como un trozo de vidrio afilado, por eso al tocarlo siempre sentía una especie de escalofrío que olía a sangre. A sangre inofensiva, pero a sangre.

Desde muy pequeña aprendí a jugar con él sin cortarme, como el que aprende a andar descalzo por las rocas sorteando los peligros de los terrenos desiguales. Lo abrazaba fuerte cerrando los ojos con fuerza, a la espera de sentir ese pinchazo que tantas veces había hecho gritar a mi hermano. Pero en lugar de dolor lo que yo notaba era un calor de color verde, un calor tranquilo y salado como las playas en las que crecí.

martes, 25 de mayo de 2010

De cuando fuimos letras, Mejide

Ser triste es no ser feliz, pero a veces estarlo. Ser triste es querer reír, y sonreír apenas. Ser triste es alegrarse el tiempo justo que se tarda en volver a tropezar con uno mismo. En una palabra, sobrevivirse. Cuando se es triste, ya pueden sobrarte motivos para dejar de serlo. Como alguien diría, la alegría se tiene, y en la tristeza se está. Al igual que ocurre con las ciudades, los países o los patios particulares, hay personas en las que siempre llueve. Gente que sólo es capaz de ver el sol dos días al año.

A esa gente va dedicada esta línea. Y ésta. Y ésta. Y todas las que hagan falta para soplar todas las nubes de sus únicos días. Sí. Que son suyos, y de nadie más. Que nada ni nadie se los estropee. Por favor.

domingo, 23 de mayo de 2010

En blanco y negro

Se me han adormecido las manos y he vuelto a sentirme impotente. "La edad nos convierte en vidrio hasta rompernos", me dice el médico. "La edad nos mata", le corrijo. Me he levantado temprano porque quería retirar la mesilla de la sala para ganar espacio. Pero hoy mis manos tienen sueño.

No sé si quiero ver a mis nietos. Me entristece que dibujen arco iris que yo veo en blanco en negro. Arco iris débiles, sin azúcar ni sentimientos.

Hace años que me instalé en la ficción de los recuerdos y por eso no veo colores en los cielos de papel de mis nietos. No sé qué excusa darle a mi hijo, ni cómo explicarle que soy la única superviviente de un mismo trayecto. Que hace años que me siento en la butaca de un avión que no aterriza. Que mientras volamos escucho el silencio autista de las palabras sordas. Y que caigo en un lugar distinto al que me despierto.

Me pregunto si los que sobreviven a un accidente pueden seguir viviendo. Me preocupa que mis manos no despierten cuando decida utilizar las tijeras para desgarrar la parte de soledad que me crece dentro.

sábado, 15 de mayo de 2010

Orgullosa

De ser de aire.
De aterrizar (cuando vuelvo a casa) en la ciudad más mujer de la Península.
De utilizar paréntesis mientras escribo.
De mirarme al espejo y ver a una niña.
De no superar los 50 kilos.
De caerme de la bicicleta para volverme a levantar.
De ser “Durmiente” como “La bella”.
De no hacer de mi inteligencia un muro.
De tener la sangre "blaugrana" y la autoestima “Guardioliana”.
De no saber llevar tacones.
De reirme con quién se ríe mí.
De llorar, otra vez, viendo “Desayuno con diamantes”.
De pedir perdón tres veces por semana.

Orgullosa de ti.

domingo, 9 de mayo de 2010

Alicia en el país de las pesadillas

Ni blanco ni negro ni gris.
Alicia (que soy yo) prefiere escribir su silencio en cuartillas de color azul. El nombre marca, seguro. Absurda inocencia la de mi madre, dispuesta a parir a una Alicia real en el país de las maravillas. A ver quién le explica ahora que no existen bosques con hadas en este siglo.

Alicia (que sigo siendo yo) se acuesta temprano para inventar un mundo más acorde con el de su sino. Precisamente ayer, vi un conejo curioso que arrastraba un reloj por el cuarto de baño de mi habitación. El paso del tiempo es pesado, me dijo. Abrí los ojos y el conejo desapareció. Me pasa a menudo. Sonrío satisfecha y camino indefensa por los senderos verdes de mi imaginación. Flores y duendes me abren las puertas y yo, confundida, les cuento que vivo feliz en un reino de causas perdidas. Personas de hielo, jefes apagados, niños con corbata, calles asfaltadas, bares desgastados, fuentes de rutina. Un país de hombres y mujeres con adjetivos.
No creces, Alicia. Y no crezco. El paso del tiempo es pesado, les digo. Crecer es correr y yo sólo corro cuando tengo frío.

Alicia (cuando es menos yo) se enfunda en un traje chaqueta de lino, ingiere café y se muerde los labios. Me habla de tú, me hiere, me agita. Es fuerte, perversa y competitiva. Yo juego con ella a hacer de mujer. Lloro en los lavabos, río en las reuniones, miento si respiro. No es fácil ser otra cuando se tiene el placer de haberse conocido.

La Alicia real es más que consciente del precio al que están las maravillas y, a fuerza de intentos, las imagina. Personas de azúcar, jefes soleados, niños con babero, calles de papel, bares confitados, fuentes de saliva. No quiero creerme que la realidad envejece sin contar conmigo.

viernes, 7 de mayo de 2010

Patio interior

Padezco insomnio desde que me abandonó mi mujer. El azote de sus palabras frías me mantiene despierto noche sí y noche también. A menudo, me cubro con la bata que ella me regaló por nuestro aniversario, saco el taburete al patio y me quedo allí sentado como un gato de cera hasta que se me amoratan las manos.

Imagino que ese espacio irregular es la nariz de mi casa, mientras que la habitación (en la que no consigo pegar ojo) es una boca con tres dientes por la que se accede a un esófago ulcerado que desemboca en el comedor.

A veces, estando sentado al cobijo de la ropa tendida, veo como mis sábanas gotean. Y entonces caigo en la cuenta de que me he constipado.

martes, 4 de mayo de 2010

A medias

Cuando me dijeron que podía perder la pierna derecha pensé en mis dos pares de zapatos de invierno. La cicatriz resultante de la última operación estaba cubierta por una capa amarillenta de pus que me producía un dolor terrible, una especie de calambre que se me instalaba en el ánimo como si fuese un demonio infectado. Las curas diarias servían de poco. Un extraño mecanismo genético impedía que la herida sanara y, pese a que la previsión de los médicos era optimista, a medida que pasaba el tiempo crecía en mí la certeza de que perdería la pierna.

Alimenté aquella sensación durante semanas. Imaginaba que tras la pierna, por una cuestión de solidaridad orgánica, me amputarían el brazo, la oreja, el ojo y empezaría a vivir a medias, qué es como dice mi abuela que vive desde que se quedó viuda.

Entré en el quirófano al amanecer. Antes de caer inconsciente articulé los cinco dedos del miembro inferior derecho al ritmo de una sinfonía imaginaria que me remitía a Mozart. La anestesia me mantuvo como a un muerto feliz durante horas. Cuando desperté, y armándome de valor eché mano de la pierna, la encontré allí, en mi cama, entera, inmóvil y cubierta por un amasijo de vendas.

Y entonces, me arrepentí mucho de haber vendido la bicicleta.

domingo, 2 de mayo de 2010

Te mato y me cuento veinte

Yo siempre he querido ser de color azul como los pitufos pero mi madre, que es muy dada a mostrarse intransigente a la mínima de cambio, me obliga a ser blanca como todos sus antepasados. Se enfada mucho con mi hermana (que la pobre es muy tímida) porque en cuanto sale de casa, y la mira de reojo el hijo menos feo de la vecina, se pone roja, roja como los tomates maduros.

Mi padre, en cambio, desde que pasó una hepatitis apropiadérrima que lo tuvo dos meses en cama, se nos ha vuelto sincero. El otro día, sin venir a cuento, nos confesó que no le hubiera importado nada, nada casarse con una china, y entonces mi madre entró en cólera y se puso verde de la envidia.

A mí tanta contradicción familiar me trae negra. Y es que así no hay forma humana de poder ser un pitufo.