lunes, 30 de agosto de 2010

Culpable

Sí. Voy a los bares a robar palabras. Y, como el que no quiere la cosa, siempre vuelvo a mi casa con trocitos de almas anónimas en los bolsillos.

Cuando las deposito en el mármol de la cocina aún respiran, como esos peces que agonizan en cualquier superficie antes de quedarse quietos, con los ojos abiertos y muertos. Me acerco a esas almas mutiladas de puntillas, descalza, con el mismo respeto que me produce enfrentarme al papel en blanco.
Sin saber si sabré.
Si podré poder.
Si mis manos serán lo suficiente precisas como para manejar un cúmulo de sentimientos ajenos.

Y, mientras siento como el temblor se va apoderando de mi osadía, escucho cientos de sensaciones hambrientas. De dolores que aún duelen, de sueños que rezan, de risas maltratadas. Y de miedo. De un miedo verde turquesa que transparenta autoestimas, inseguridades e impotencias.
Y entonces lo reconozco.
Es ese mismo miedo que yo me trago con mi café cada vez que decido ir a un bar a robar palabras.

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