lunes, 21 de febrero de 2011

Un hada, dos hadas, 3 hadas

Discuto mucho con mi sobrina sobre la existencia de las hadas.

La niña (que tiene 7 años y una capacidad notable de comportarse como una auténtica Leo) me desafía con todo tipo de argumentos racionales que me obligan a plantearme si dejar de comerme las uñas vale la pena en estos tiempos.

Para ella es un juego. Para mí, otra lucha.

Desde lo más profundo de los despropósitos le explico, una y otra vez, que sin hadas seríamos muy poquito de lo que somos. No podríamos mezclar colores, ni tararear canciones, ni disfrutar de ese vértigo que unos días nos produce miedo y otros, rabia. Ni tener cosquillas. Ni…

- ¿Cosquillas tampoco, tía?
- Tampoco. Sin hadas, nada de nada.

Cuando me canso de manifestarme sola en la plaza del comedor, dejo a mi sobrina en el sofá, ensimismada en su “no”, envuelta en esa rotundidad que solo viste a las princesas desconcertadas.

Y a los pocos minutos la escucho acercarse, con un silencio felino, arrastrando sin saberlo el peso invisible de sus alas.

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