martes, 4 de mayo de 2010

A medias

Cuando me dijeron que podía perder la pierna derecha pensé en mis dos pares de zapatos de invierno. La cicatriz resultante de la última operación estaba cubierta por una capa amarillenta de pus que me producía un dolor terrible, una especie de calambre que se me instalaba en el ánimo como si fuese un demonio infectado. Las curas diarias servían de poco. Un extraño mecanismo genético impedía que la herida sanara y, pese a que la previsión de los médicos era optimista, a medida que pasaba el tiempo crecía en mí la certeza de que perdería la pierna.

Alimenté aquella sensación durante semanas. Imaginaba que tras la pierna, por una cuestión de solidaridad orgánica, me amputarían el brazo, la oreja, el ojo y empezaría a vivir a medias, qué es como dice mi abuela que vive desde que se quedó viuda.

Entré en el quirófano al amanecer. Antes de caer inconsciente articulé los cinco dedos del miembro inferior derecho al ritmo de una sinfonía imaginaria que me remitía a Mozart. La anestesia me mantuvo como a un muerto feliz durante horas. Cuando desperté, y armándome de valor eché mano de la pierna, la encontré allí, en mi cama, entera, inmóvil y cubierta por un amasijo de vendas.

Y entonces, me arrepentí mucho de haber vendido la bicicleta.

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